miércoles, 6 de abril de 2011

17 años sin Kurt Cobain


Recuerdo perfectamente el momento: cuando se conoció la noticia de la muerte de Kurt Cobain, yo me estaba comiendo un tazón de Frosties y leyendo un cómic de Tintín. Creo que era “Los cigarros del faraón”, un clásico de las meriendas casi hasta que me fui de casa. Ayer me di cuenta de que han pasado 17 años desde aquel momento. El tiempo vuela.
Como joven fan de Nirvana, la noticia me impresionó. En aquellos días, Kurt se había convertido -muy a su pesar- en una especie de gurú para millones de jóvenes en todo el planeta. No era mi caso. Yo vibraba con su música, pero no terminaba de empatizar con el personaje. O al menos no de la manera en que lo hacían muchos, especialmente al otro lado del Atlántico. No sólo le veneraban como a un dios, sino que hacían auténticas idioteces en su nombre. Un ejemplo: en su funeral, Courtney Love pidió a los presentes que le llamaran “gilipollas” al fallecido como muestra de amor. Todos obedecieron entre lágrimas. Bastante patético, aunque no tanto como los que se llegaron a quitar la vida, al considerar que ésta ya no tenía sentido sin su músico favorito. Y los hubo.
El grunge como tendencia fue un cáncer. Una moda efímera y contradictoria en sí misma. Una etiqueta absurda creada intencionadamente para vender discos y camisas de cuadros. Y al mismo tiempo, fue una bendición. Porque en el terreno musical tuvo una relevancia incalculabe: dio como fruto un puñado de bandas espectaculares, contribuyó a que el rock volviera a sonar a nivel masivo y acabó de un plumazo con el artificio y la música sin alma que venía marcando la pauta desde finales de los 80. Fue, aunque a menor escala, una eclosión comparable a la del punk. Y personajes como Kurt Cobain tuvieron buena parte de culpa de ello.
Hoy recordamos a Kurt Cobain. Pero no por sus excesos, sus escándalos, sus miserias o su estética descuidada. Sino por su legado en forma de canciones. Que no es poco.


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